Carlos Manuel Álvarez hace síntesis de cosas que he ido pensando y leyendo y sintiendo los últimos años, toda vez que se ha hablado de la Revolución como de un ministerio, toda vez que he escuchado decir en los noticieros "paso al frente", "una vez más" y tantas otras frases que me merecen una reflexión que vengo postergando hace rato... En lo que me animo, esto me expresa, a mí y muchos que viven este tiempo en Cuba...
Guillermo Tell y el clan
Di la verdad. Di, al menos, tu verdad. Y después
deja que cualquier cosa ocurra: que te rompan la página querida, que te
tumben a pedradas la puerta, que la gente se amontone delante de tu
cuerpo como si fueras un prodigio o un muerto.
Heberto Padilla.
Cabría preguntarse qué queda en Cuba de la Revolución. O de qué habla
en Cuba la gente que no es demagógica –nadie nunca se reconoce como
demagógico, porque la gente que se reconoce como demagógica posee un
cinismo perverso, y el cinismo perverso no es fruto de la inconsciencia,
que es en definitiva a lo que nos referimos aquí- cuando habla de
Revolución. O si valdría la pena seguir hablando de Revolución,
ignorando el peligro que entrañan las palabras.
Es decir, hablar de Revolución como si tal cosa contuviera, aún, los
valores sagrados, o como si fuera portadora, por siempre, de los valores
sagrados. Hoy no parece muy revolucionario hablar de Revolución como si
lo que estuviésemos diciendo fuese Patria. La realidad cambia, y si uno
opta por aferrarse a las mismas palabras, corre el riesgo de no estar
nombrando nada. Es la permanencia en el discurso épico ante la falta de
sucesos épicos.
¿Qué arterias alimentan lo que hemos consentido en llamar de ese
modo? Bueno, lo que hemos consentido en llamar izquierda y lo que hemos
consentido en llamar nación. Pero los conceptos de izquierda y nación,
que son conceptos antecesores, han quedado aplastados ante la malévola
pertinencia de reconocerse en Cuba como revolucionario. Algo tan
sospechosamente fácil como autonombrarse, parecer políticamente
correcto, militar en las instituciones establecidas, o decir las cosas
agradables desde las tribunas que el poder ha preparado para ello, las
tribunas idóneas y permisibles, pero, más vale que lo vayamos
aprendiendo, no se puede decir nada verdadero desde la tribuna que te ha
preparado otro.
La izquierda dominante en Cuba es la izquierda acéfala de fuerte raíz
prosoviética (dice Alfredo Guevara que Fidel Castro hizo todo lo
posible por liberar al país de tan poderosa influencia, pero que,
lógicamente, no pudo tanto), no solo por los métodos que rigen el
intercambio social tocante al Estado (casi todo el intercambio social),
sino porque es la izquierda que ha logrado apropiarse del concepto. La
izquierda que obviamente no es izquierda pero que así nombra toda su
madeja carcelaria e influye incluso a nivel mental.
A ver si entendemos. Eliot era misógino, mal padre, antisemita, pero
La tierra baldía
es un poemario absolutamente revolucionario. La izquierda no es
conversión, no es siquiera propósito, es una consumación real del
progreso. Lo que García Márquez, a quien tanto nos gusta citar para nada
en las aulas de periodismo, reconoce como “una literatura que lo que
hace es prolongar la tradición de belleza de la humanidad. Es decir,
enriquecer el patrimonio cultural de la humanidad.
“Yo tengo –dice el colombiano- la pretensión de ser un escritor
revolucionario y no hay una sola consigna en mis libros, no hay una sola
proclama, no hay nada de esto. ¿Cuál es el esfuerzo que yo he hecho? No
sacrificar nada del valor literario de un libro, y ponerlo al alcance
de todos. Creo firmemente que esto hace más trabajo revolucionario que
una literatura específicamente política. La música es revolucionaria,
como la literatura es revolucionaria, como la poesía es revolucionaria
si es buena. Toda la belleza es revolucionaria”.
La izquierda gramsciana coloca esa premisa en la conciencia social.
No sacrificar el valor de nada de lo que se haga por el didactismo de
una proclama política. Pero en Cuba, para el mínimo acto, la más leve
propuesta, o el más elemental de los esfuerzos, se prepara todo un
discurso explícitamente partidista. Un discurso glorioso, radiante. A
nadie le resulta contradictorio que una fecha como el 26 de julio, de
tantos muertos, de tantos jóvenes vejados y mutilados a sangre fría, de
tanta desbocada iracundia, sea actualmente un día festivo. Lo que deja
el paso de un huracán, o sea, el desastre, la televisión lo narra con
optimismo.
Mal síntoma. Revelemos lo que Vallejo le advertía a Georgette sobre
los comentarios de un funcionario soviético, quien decía que en la
patria de Stalin se había eliminado el dolor, solo quedaba la alegría, y
Vallejo, esa bestia, preguntaba horrorizado si el funcionario soviético
sabía lo que estaba diciendo, si sabía lo que significaba desterrar el
dolor de la conducta y el destino humano, si entendía qué acto tan atroz
se disponían a cometer los soviéticos, creyendo que iban a lograr, o
que habían logrado, o que, sencillamente, en el caso imposible de que
lograran semejante fin, pensaran que le estaban haciendo un bien al
hombre.
Esa –tengamos- es la izquierda institucional de Cuba, a la cual
todavía podemos oponerle la nación. La zona legítima del socialismo
cubano que creemos no ha sido violada por la dialéctica de la historia.
¿Qué queda, pues, de la Revolución, que podamos atribuirle también a la
nación? Uno piensa inevitablemente en esos años fundacionales, donde
cada una de las fuerzas que iban a conformar la nueva sociedad cobraban a
la luz de los hechos un vigor dionisíaco, entraban en franca disputa,
proponían proyectos, pecaban, y la pobreza era altiva. Dice Agnés Varda
en
Salut, le cubains!, un documental revelador, que para 1963
todos los extranjeros querían venir a Cuba porque los cubanos hacían su
Revolución con lirismo. Los cubanos de mi edad no alcanzamos a entender
qué quiso decir Agnés Varda. ¿Qué significa una revolución con lirismo?
¿Una revolución auténtica, una revolución con dignidad, una revolución
bella, o simplemente una revolución con lirismo? Suena tan bien que da
nostalgia, tristeza. En algún lado olvidamos medir la Revolución por su
lirismo, y justo entonces la izquierda de la oda alegre comenzó a
repartirse la nación (a pesar de las manquedades, la nación nos ha
garantizado la supervivencia).
¿Qué queda en Cuba de la Revolución significa, en verdad, qué queda
en Cuba de lirismo? No parece que mucho, ciertamente. El cable de fibra
óptica le ha levantado la tapa de los sesos a nuestra dignidad
ciudadana, y su reciente puesta en funcionamiento, así como el progreso
tecnológico que traerá consigo, hará que olvidemos semejante agravio. El
lirismo no está en los resultados, sino en la forma –inclusiva-
mediante la cual se alcanzan esos resultados. Sin lirismo, a pesar de
los cambios, no vamos a ninguna parte que no sea el resto del mundo.
Tomemos la frase de
Fresa y Chocolate que tanta gente de buena
voluntad repite sin medir las consecuencias: “los errores son la parte
de la Revolución que no es la Revolución”. Tiene dos lecturas esto, y
siempre que haya dos lecturas una es falsa y la otra verdadera.
La verdadera se traduciría como que los errores son la parte de la
Revolución que no es Cuba, porque, recordemos, Cuba es el concepto
básico, lo sagrado, y no la Revolución en sí. O sea, los errores son la
parte de la Revolución –vista como proceso político- que sí es la
Revolución pero que no son Cuba.
Y la lectura falsa, a su vez, tendría un matiz determinista y
fanático que solo merecería atención porque es la forma más extendida de
abuso de poder y caudillismo que existe en el país. Los errores son la
parte de la Revolución que no es la Revolución porque la Revolución no
se equivoca. Es decir, la Revolución como Gran Hermano, la Revolución
como doctrina religiosa, con la lógica intrínseca de que no hay libre
albedrío porque si uno coge hacia la izquierda ya Dios lo ha determinado
así, y si coge hacia la derecha también lo ha determinado así, y si
amaga hacia la derecha, y coge hacia la izquierda, más de lo mismo.
Entre esas dos fuerzas, en una lucha oculta y silenciosa que se
alarga por décadas, media el futuro de Cuba. La lectura cierta no sabría
qué responder y la lectura falsa diría, sin pensarlo, que en Cuba queda
todo de la Revolución porque permanece el mismo gobierno, porque
mantenemos la independencia política, no importa que sea una
independencia política
per se, y porque nadie pudo derrotar a Fidel Castro. Hay más que eso, naturalmente.
La lectura falsa se seguiría llamando revolucionaria en su acepción,
digamos, gubernamental, y la lectura verdadera, si consintiese en
llamarse revolucionaria, aclararía entonces las razones. Aunque yo creo
que las organizaciones juveniles, por su inactividad o por sus
iniciativas centralizadas, son realmente organizaciones de derecha, que
la prensa nacional es profundamente reaccionaria, y que, sin embargo, se
han apropiado de etiquetas que no le corresponden. A la lectura
verdadera, pues, le convendría no llamarse de ningún modo.
Así no tendría que aclarar todo el tiempo que es revolucionaria. Esa
aclaración entraña una contradicción oportunista. Puede significar
cualquier cosa, y pretende, intuitivamente, quedar bien con dos bandos
enemigos. Incluso si fuera una declaración ingenua sería oportunista. No
hay por qué perdonar, como dice Kundera, a los funcionarios checos que
desconocían la esencia de la Primavera de Praga.
Una crítica es una crítica y no tiene que aclarar su valor. Parte de
su valor radica justamente en los riesgos que sea capaz de correr, y uno
de esos riesgos es la temeridad. No importa que los funcionarios
malinterpreten y te juzguen la crítica como desacertada. No importa cuán
al desnudo quedes. No te cubras con las palabras mutiladas, arrancadas
de su signo.
Cuando miro a los lados no veo una generación. Veo jóvenes de una
torpeza extrema con la ballesta en la mano, porque una Revolución solo
es Revolución si ha estado dispuesta a ponerse la manzana en la cabeza.
(Tomado de El Microwave)