Alcancé a ponerle a uno de los dos peces. No los
había bautizado por la falta de necesidad de llamar a un pez. Pero Fabio
pregunta siempre el nombre de los animales, y es insistente con la insistencia
de los niños. Además, le encantan los nombres que le respondo de inmediato,
recién nacidos para el nombrado, por caprichosos que sean.
Esos dos peces eran lo último vivo que me quedó de
mi padre. Bueno, me quedo yo misma, claro, y quedan sus otras hijas, mis
hermanas. Pero los peces eran otra cosa, los peces eran sus peces. Dependían de
él y yo estaba heredando esa responsabilidad. Le gustaban mucho además, eran
los únicos animales que tenía y con los únicos con que lucía íntegramente como
un niño, como cuando hablaba de los caballos. Así lo vi una vez echándolos a fajar mientras limpiaba sus
peceritas minúsculas, tenían bolas dentro y eran dos. Los peces eran peleadores
y debían estar separados. Uno era albino. Fue el primero que murió, sin nombre.
Gustavo por lo menos llegó a tener uno, y llegó a
conocerme algo, no sé si por la comida, es probable. Murió hace tres días hoy y
echamos su cuerpecito de nada en una maceta del patio. Me gusta la idea de la
siembra en la muerte. En cualquiera de sus variantes (de la siembra y de la
muerte).
No sabía que era tan dramática la muerte de un pez.
A diferencia de otros animales, yace en una posición en que nunca ha estado en
vida, mítico casi, con la mirada diminuta fija y atroz.
No me hubiera dolido tanto que esos dos peces, y en
especial el segundo por ser el último, murieran si no hubiera sentido chocar
los dos cristales hace ya cinco meses cuando me los llevé a mi casa, si no
hubiera sentido que llevaba entre las manos la muerte misma de mi padre, la
constatación del hecho, otra. Yo los tenía solo porque mi padre ya no podía
tenerlos. Llevaba en las manos un pedazo cercano a él de todo el basto mundo que
le había sobrevivido, y que le sigue sobreviviendo para siempre, tan
aplastante, dejándolo tan atrás, tan debajo, cuando no era ese su lugar, no tan
pronto. No me hubiera dolido tanto que esos dos peces, y en especial el segundo
por ser el último, murieran si esa noche las peceras no hubieran sido tan
pesadas.