lunes, 28 de enero de 2013

El espíritu Carlos: "Guillermo Tell y el clan"

Carlos Manuel Álvarez hace síntesis de cosas que he ido pensando y leyendo y sintiendo los últimos años, toda vez que se ha hablado de la Revolución como de un ministerio, toda vez que he escuchado decir en los noticieros "paso al frente", "una vez más" y tantas otras frases que me merecen una reflexión que vengo postergando hace rato... En lo que me animo, esto me expresa, a mí y muchos que viven este tiempo en Cuba...


Guillermo Tell y el clan

Di la verdad. Di, al menos, tu verdad. Y después deja que cualquier cosa ocurra: que te rompan la página querida, que te tumben a pedradas la puerta, que la gente se amontone delante de tu cuerpo como si fueras un prodigio o un muerto. 
Heberto Padilla.

Cabría preguntarse qué queda en Cuba de la Revolución. O de qué habla en Cuba la gente que no es demagógica –nadie nunca se reconoce como demagógico, porque la gente que se reconoce como demagógica posee un cinismo perverso, y el cinismo perverso no es fruto de la inconsciencia, que es en definitiva a lo que nos referimos aquí- cuando habla de Revolución. O si valdría la pena seguir hablando de Revolución, ignorando el peligro que entrañan las palabras.

Es decir, hablar de Revolución como si tal cosa contuviera, aún, los valores sagrados, o como si fuera portadora, por siempre, de los valores sagrados. Hoy no parece muy revolucionario hablar de Revolución como si lo que estuviésemos diciendo fuese Patria. La realidad cambia, y si uno opta por aferrarse a las mismas palabras, corre el riesgo de no estar nombrando nada. Es la permanencia en el discurso épico ante la falta de sucesos épicos.

¿Qué arterias alimentan lo que hemos consentido en llamar de ese modo? Bueno, lo que hemos consentido en llamar izquierda y lo que hemos consentido en llamar nación. Pero los conceptos de izquierda y nación, que son conceptos antecesores, han quedado aplastados ante la malévola pertinencia de reconocerse en Cuba como revolucionario. Algo tan sospechosamente fácil como autonombrarse, parecer políticamente correcto, militar en las instituciones establecidas, o decir las cosas agradables desde las tribunas que el poder ha preparado para ello, las tribunas idóneas y permisibles, pero, más vale que lo vayamos aprendiendo, no se puede decir nada verdadero desde la tribuna que te ha preparado otro.

La izquierda dominante en Cuba es la izquierda acéfala de fuerte raíz prosoviética (dice Alfredo Guevara que Fidel Castro hizo todo lo posible por liberar al país de tan poderosa influencia, pero que, lógicamente, no pudo tanto), no solo por los métodos que rigen el intercambio social tocante al Estado (casi todo el intercambio social), sino porque es la izquierda que ha logrado apropiarse del concepto. La izquierda que obviamente no es izquierda pero que así nombra toda su madeja carcelaria e influye incluso a nivel mental.

A ver si entendemos. Eliot era misógino, mal padre, antisemita, pero La tierra baldía es un poemario absolutamente revolucionario. La izquierda no es conversión, no es siquiera propósito, es una consumación real del progreso. Lo que García Márquez, a quien tanto nos gusta citar para nada en las aulas de periodismo, reconoce como “una literatura que lo que hace es prolongar la tradición de belleza de la humanidad. Es decir, enriquecer el patrimonio cultural de la humanidad.

“Yo tengo –dice el colombiano-  la pretensión de ser un escritor revolucionario y no hay una sola consigna en mis libros, no hay una sola proclama, no hay nada de esto. ¿Cuál es el esfuerzo que yo he hecho? No sacrificar nada del valor literario de un libro, y ponerlo al alcance de todos. Creo firmemente que esto hace más trabajo revolucionario que una literatura específicamente política. La música es revolucionaria, como la literatura es revolucionaria, como la poesía es revolucionaria si es buena. Toda la belleza es revolucionaria”.

La izquierda gramsciana coloca esa premisa en la conciencia social. No sacrificar el valor de nada de lo que se haga por el didactismo de una proclama política. Pero en Cuba, para el mínimo acto, la más leve propuesta, o el más elemental de los esfuerzos, se prepara todo un discurso explícitamente partidista. Un discurso glorioso, radiante. A nadie le resulta contradictorio que una fecha como el 26 de julio, de tantos muertos, de tantos jóvenes vejados y mutilados a sangre fría, de tanta desbocada iracundia, sea actualmente un día festivo. Lo que deja el paso de un huracán, o sea, el desastre, la televisión lo narra con optimismo.

Mal síntoma. Revelemos lo que Vallejo le advertía a Georgette sobre los comentarios de un funcionario soviético, quien decía que en la patria de Stalin se había eliminado el dolor, solo quedaba la alegría, y Vallejo, esa bestia, preguntaba horrorizado si el funcionario soviético sabía lo que estaba diciendo, si sabía lo que significaba desterrar el dolor de la conducta y el destino humano, si entendía qué acto tan atroz se disponían a cometer los soviéticos, creyendo que iban a lograr, o que habían logrado, o que, sencillamente, en el caso imposible de que lograran semejante fin, pensaran que le estaban haciendo un bien al hombre.

Esa –tengamos- es la izquierda institucional de Cuba, a la cual todavía podemos oponerle la nación. La zona legítima del socialismo cubano que creemos no ha sido violada por la dialéctica de la historia. ¿Qué queda, pues, de la Revolución, que podamos atribuirle también a la nación? Uno piensa inevitablemente en esos años fundacionales, donde cada una de las fuerzas que iban a conformar la nueva sociedad cobraban a la luz de los hechos un vigor dionisíaco, entraban en franca disputa, proponían proyectos, pecaban, y la pobreza era altiva. Dice Agnés Varda en Salut, le cubains!, un documental revelador, que para 1963 todos los extranjeros querían venir a Cuba porque los cubanos hacían su Revolución con lirismo. Los cubanos de mi edad no alcanzamos a entender qué quiso decir Agnés Varda. ¿Qué significa una revolución con lirismo? ¿Una revolución auténtica, una revolución con dignidad, una revolución bella, o simplemente una revolución con lirismo? Suena tan bien que da nostalgia, tristeza. En algún lado olvidamos medir la Revolución por su lirismo, y justo entonces la izquierda de la oda alegre comenzó a repartirse la nación (a pesar de las manquedades, la nación nos ha garantizado la supervivencia).

¿Qué queda en Cuba de la Revolución significa, en verdad, qué queda en Cuba de lirismo? No parece que mucho, ciertamente. El cable de fibra óptica le ha levantado la tapa de los sesos a nuestra dignidad ciudadana, y su reciente puesta en funcionamiento, así como el progreso tecnológico que traerá consigo, hará que olvidemos semejante agravio. El lirismo no está en los resultados, sino en la forma –inclusiva- mediante la cual se alcanzan esos resultados. Sin lirismo, a pesar de los cambios, no vamos a ninguna parte que no sea el resto del mundo.

Tomemos la frase de Fresa y Chocolate que tanta gente de buena voluntad repite sin medir las consecuencias: “los errores son la parte de la Revolución que no es la Revolución”. Tiene dos lecturas esto, y siempre que haya dos lecturas una es falsa y la otra verdadera.
La verdadera se traduciría como que los errores son la parte de la Revolución que no es Cuba, porque, recordemos, Cuba es el concepto básico, lo sagrado, y no la Revolución en sí. O sea, los errores son la parte de la Revolución –vista como proceso político- que sí es la Revolución pero que no son Cuba.

Y la lectura falsa, a su vez, tendría un matiz determinista y fanático que solo merecería atención porque es la forma más extendida de abuso de poder y caudillismo que existe en el país. Los errores son la parte de la Revolución que no es la Revolución porque la Revolución no se equivoca. Es decir, la Revolución como Gran Hermano, la Revolución como doctrina religiosa, con la lógica intrínseca de que no hay libre albedrío porque si uno coge hacia la izquierda ya Dios lo ha determinado así, y si coge hacia la derecha también lo ha determinado así, y si amaga hacia la derecha, y coge hacia la izquierda, más de lo mismo.

Entre esas dos fuerzas, en una lucha oculta y silenciosa que se alarga por décadas, media el futuro de Cuba. La lectura cierta no sabría qué responder y la lectura falsa diría, sin pensarlo, que en Cuba queda todo de la Revolución porque permanece el mismo gobierno, porque mantenemos la independencia política, no importa que sea una independencia política per se, y porque nadie pudo derrotar a Fidel Castro. Hay más que eso, naturalmente.

La lectura falsa se seguiría llamando revolucionaria en su acepción, digamos, gubernamental, y la lectura verdadera, si consintiese en llamarse revolucionaria, aclararía entonces las razones. Aunque yo creo que las organizaciones juveniles, por su inactividad o por sus iniciativas centralizadas, son realmente organizaciones de derecha, que la prensa nacional es profundamente reaccionaria, y que, sin embargo, se han apropiado de etiquetas que no le corresponden. A la lectura verdadera, pues, le convendría no llamarse de ningún modo.

Así no tendría que aclarar todo el tiempo que es revolucionaria. Esa aclaración entraña una contradicción oportunista. Puede significar cualquier cosa, y pretende, intuitivamente, quedar bien con dos bandos enemigos. Incluso si fuera una declaración ingenua sería oportunista. No hay por qué perdonar, como dice Kundera, a los funcionarios checos que desconocían la esencia de la Primavera de Praga.

Una crítica es una crítica y no tiene que aclarar su valor. Parte de su valor radica justamente en los riesgos que sea capaz de correr, y uno de esos riesgos es la temeridad. No importa que los funcionarios malinterpreten y te juzguen la crítica como desacertada. No importa cuán al desnudo quedes. No te cubras con las palabras mutiladas, arrancadas de su signo.

Cuando miro a los lados no veo una generación. Veo jóvenes de una torpeza extrema con la ballesta en la mano, porque una Revolución solo es Revolución si ha estado dispuesta a ponerse la manzana en la cabeza.

(Tomado de El Microwave)