miércoles, 10 de abril de 2013

Carta para mi padre




Siempre en los últimos años tuve especial gusto en escribirte, en hacerte largas cartas, como si no habláramos por teléfono todos los días. Me gustaba el reposo de la escritura por dar oportunidad a decir las cosas con calma, con cierto despliegue; y, por alguna razón, esa era la manera en que quería contártelas, aun pudiéndolo hacer también en persona, y aunque fueran cosas a veces cotidianas, ordinarias.

Sin embargo, esta será muy particular porque no sé exactamente si la escribo para ti, o para nosotros, para mí. La opción que más me complace es que la escribo para todos. Y es una carta difícil de escribir en medio de esta sensación de raíz rota, de perder esa parte que eras de mi puerta al mundo, a la vida, de esa parte que eras de mi propia vida, y de la de mis hermanas, y la de tu compañera, y de la de tus hermanos, y tus amigos…, y de la vida de tus libros, de las charlas políticas o de cualquier cosa, porque tenías la capacidad de hacer que el tema aparentemente más insignificante se convirtiera en tu discurso en algo digno de interés. Le falta, en fin, una parte a todo y todos a los que a tu alrededor les insuflabas tu pasión infinita, tu agudeza en el criterio y tu sensibilidad especial.

Tus tres hijas te hemos adorado siempre. Eso lo sabes. Yo tal vez nunca te conté que mis recuerdos de ti son siempre dulces y me provocan una nostalgia especial, también dulce, nunca melancólica. Te he admirado mucho, y no sé en qué punto de esa admiración separo al padre del hombre en su condición de ser humano. Acaso para tus hijas no hay tal distinción. Por eso decidí compartir esta carta de hija con todos los que te han querido, bien como padre o como un ser excepcional.

No sé si la identificación tan fuerte que siento contigo tenga que ver con cosas que sembraste en mí como semillas y que tiempo después he sentido crecer; o si estaba predestinada a experimentar una frecuencia misma con esa manera tuya de ver el mundo, la vida, las cosas.

Me gustó en mi niñez tenerte al lado al despertar de una pesadilla y que me dieras una lección de cariño y sobre todo de fuerza e inteligencia: “No dejes que tu mente te domine”, dijiste cuando te conté que no podía dejar de evocar aquella imagen horrible del mal sueño.

“Acostúmbrate a buscar siempre TUS verdades”, “Nada en la vida es blanco o negro: todo tiene matices”; “Sé siempre tú”…, eran cosas que me decías desde que era una niña, y que entonces no alcanzaba a entender por qué aquel énfasis, por qué el tono solemne… y que poco a poco en mivida corta de 24 años se han revelado ante mí en circunstancias determinadas. Y entonces te he recordado, como un profeta, como un sabio ancestral, como alguien dadivoso con su propia experiencia, ese tesoro.

Me gustaban tus cuentos de Matías y que con ellos les dieras vida en mi cabeza a unos legendarios chiquillos mataperros y naturales, que además de fascinarme por eso, halaban mi simpatía por compartir su sangre. Historias familiares simplemente bellas, de caballos, de río, de pájaros y lomas, y papá de voz grave y rectitud implacable, y mamá dulce y protectora, y abuela tierna y acogedora, y amigos haitianos; historias de Monguito el capataz y el perro Notemojes, de Juan Milán el patriarca, de tus propias pesadillas cuando eras niño: aquella recurrente del toro echado inexorablemente a los pies del árbol en que te habías subido huyendo de él.

Era apasionante saber historia contigo, y discutir, claro; y sentir cómo revivías tanta cosa, y cómo evocabas con sentimiento aun lo que no habías vivido tú mismo. La muerte temprana de compañeros de lucha, amigos, casi niños… Aquel curioso complejo a la hora del triunfo: el de estar vivos. Escucharte hablar de aquello con todo tu ser, y la manera reflexiva y profunda en que lo mirabas desde el presente, hacía todavía más rico el testimonio.

Me aferro hoy a tu legado de serenidad ante las dificultades, en los momentos duros. Me reconforta saber que te fuiste siendo tú, y más que eso me reconforta saber que en verdad no te fuiste, no existe tal final definitivo: tu vida cambia de forma y se manifiesta en todo lo que tocó tu palabra, en todo lo que fue tu semilla, y en todos los que hoy y el resto de los días que nos esperan, te llevamos y llevaremos dentro. Toda vez que en esta carta usé el pretérito, obedece a casualidades y cuestiones de estilo, nada más.

Recuerdo ahora que una vez regresé a la casa llorando, después de un paseo contigo, porque me hablaste de la muerte. Yo era una niña y me impresionó –aunque me impresiona todavía–. Dijiste que uno debía estar siempre preparado porque cualquiera podía morir en cualquier momento. “¡Yo mismo!”, me dijiste, para agregar: “Cuando yo me muera, no llores. Cuando yo me muera, canten:

Partiré canturreando/ mi poema más triste/ contaré a todo el mundo/ lo que tú me quisiste./ Y cuando nadie escuche/ mis canciones ya viejas/ detendré mi camino/ en un pueblo lejano/ y allí moriré.

Padre: la cantamos, pero detuviste tu camino demasiado pronto: nadie, nadie había dejado de escuchar tus canciones, nunca viejas. Siempre guerreras y queridas,

Tu hija
Abril 8, 2013