Siempre en los últimos años
tuve especial gusto en escribirte, en hacerte largas cartas, como si no
habláramos por teléfono todos los días. Me gustaba el reposo de la escritura
por dar oportunidad a decir las cosas con calma, con cierto despliegue; y, por
alguna razón, esa era la manera en que quería contártelas, aun pudiéndolo hacer
también en persona, y aunque fueran cosas a veces cotidianas, ordinarias.
Sin embargo, esta será muy
particular porque no sé exactamente si la escribo para ti, o para nosotros,
para mí. La opción que más me complace es que la escribo para todos. Y es una
carta difícil de escribir en medio de esta sensación de raíz rota, de perder
esa parte que eras de mi puerta al mundo, a la vida, de esa parte que eras de
mi propia vida, y de la de mis hermanas, y la de tu compañera, y de la de tus
hermanos, y tus amigos…, y de la vida de tus libros, de las charlas políticas o
de cualquier cosa, porque tenías la capacidad de hacer que el tema
aparentemente más insignificante se convirtiera en tu discurso en algo digno de
interés. Le falta, en fin, una parte a todo y todos a los que a tu alrededor
les insuflabas tu pasión infinita, tu agudeza en el criterio y tu sensibilidad
especial.
Tus tres hijas te hemos adorado
siempre. Eso lo sabes. Yo tal vez nunca te conté que mis recuerdos de ti son
siempre dulces y me provocan una nostalgia especial, también dulce, nunca
melancólica. Te he admirado mucho, y no sé en qué punto de esa admiración
separo al padre del hombre en su condición de ser humano. Acaso para tus hijas
no hay tal distinción. Por eso decidí compartir esta carta de hija con todos
los que te han querido, bien como padre o como un ser excepcional.
No sé si la identificación tan
fuerte que siento contigo tenga que ver con cosas que sembraste en mí como
semillas y que tiempo después he sentido crecer; o si estaba predestinada a
experimentar una frecuencia misma con esa manera tuya de ver el mundo, la vida,
las cosas.
Me gustó en mi niñez tenerte al
lado al despertar de una pesadilla y que me dieras una lección de cariño y
sobre todo de fuerza e inteligencia: “No dejes que tu mente te domine”, dijiste
cuando te conté que no podía dejar de evocar aquella imagen horrible del mal
sueño.
“Acostúmbrate a buscar siempre
TUS verdades”, “Nada en la vida es blanco o negro: todo tiene matices”; “Sé
siempre tú”…, eran cosas que me decías desde que era una niña, y que entonces
no alcanzaba a entender por qué aquel énfasis, por qué el tono solemne… y que
poco a poco en mivida corta de 24 años se han revelado ante mí en
circunstancias determinadas. Y entonces te he recordado, como un profeta, como
un sabio ancestral, como alguien dadivoso con su propia experiencia, ese
tesoro.
Me gustaban tus cuentos de
Matías y que con ellos les dieras vida en mi cabeza a unos legendarios
chiquillos mataperros y naturales, que además de fascinarme por eso, halaban mi
simpatía por compartir su sangre. Historias familiares simplemente bellas, de
caballos, de río, de pájaros y lomas, y papá de voz grave y rectitud
implacable, y mamá dulce y protectora, y abuela tierna y acogedora, y amigos
haitianos; historias de Monguito el capataz y el perro Notemojes, de Juan Milán
el patriarca, de tus propias pesadillas cuando eras niño: aquella recurrente
del toro echado inexorablemente a los pies del árbol en que te habías subido
huyendo de él.
Era apasionante saber historia
contigo, y discutir, claro; y sentir cómo revivías tanta cosa, y cómo evocabas
con sentimiento aun lo que no habías vivido tú mismo. La muerte temprana de
compañeros de lucha, amigos, casi niños… Aquel curioso complejo a la hora del
triunfo: el de estar vivos. Escucharte hablar de aquello con todo tu ser, y la
manera reflexiva y profunda en que lo mirabas desde el presente, hacía todavía
más rico el testimonio.
Me aferro hoy a tu legado de
serenidad ante las dificultades, en los momentos duros. Me reconforta saber que
te fuiste siendo tú, y más que eso me reconforta saber que en verdad no te
fuiste, no existe tal final definitivo: tu vida cambia de forma y se manifiesta
en todo lo que tocó tu palabra, en todo lo que fue tu semilla, y en todos los
que hoy y el resto de los días que nos esperan, te llevamos y llevaremos
dentro. Toda vez que en esta carta usé el pretérito, obedece a casualidades y
cuestiones de estilo, nada más.
Recuerdo ahora que una vez
regresé a la casa llorando, después de un paseo contigo, porque me hablaste de
la muerte. Yo era una niña y me impresionó –aunque me impresiona todavía–.
Dijiste que uno debía estar siempre preparado porque cualquiera podía morir en
cualquier momento. “¡Yo mismo!”, me dijiste, para agregar: “Cuando yo me muera,
no llores. Cuando yo me muera, canten:
Partiré canturreando/ mi
poema más triste/ contaré a todo el mundo/ lo que tú me quisiste./ Y cuando
nadie escuche/ mis canciones ya viejas/ detendré mi camino/ en un pueblo
lejano/ y allí moriré.
Padre: la cantamos, pero
detuviste tu camino demasiado pronto: nadie, nadie había dejado de escuchar tus
canciones, nunca viejas. Siempre guerreras y queridas,
Tu hija
Abril 8,
2013