Para
mis contemporáneos y nuestros padres.
Nací en 1989. Mi vida
llegó con la muerte de otras cosas, por lo menos con su anunciación. Y no
partían cosas cualesquiera: estaba muriendo la supuesta garantía de una
alternativa, la presunta prueba práctica de la utopía.
Llegué pues a este mundo en
medio de desmoronamientos, de cierres de era, telones tremebundos que caían
pesados sobre ideologías que lucían, a duras penas ya,en un convulso escenario.
En Cuba, “una islita muy chiquitica, con una dignidad demasiado cara”, como dice un personaje de cine antes de partir definitivamente de esta tierra y enrumbar al norte,“se acabó lo que se daba”. Yo no lo extraño: no lo conocí.
Un curso de Economía
cubana me hizosaber que el hecho de que este país sobreviviera al derrumbe del
bloque soviético había sido, literalmente, un milagro. El profesor lo explica
con todos los números de las buenas explicaciones. Pero eso no lo recuerdo,
solo caló en mí desde entonces y para siempre aquello de “literalmente un milagro.
Nunca, ningún país, en ningún lugar del mundo…”.
La canasta básica se
redujo ostensiblemente, el transporte se convirtió en una pesadilla, la ropa
escaseaba, la gente dejó de engordar y de tener hijos. Llegaron los famosos apagones.
Me acuerdo de mi madre diciéndome: “Apúrate con lo que estás haciendo, que hoy
es día de apagón”. Recuerdo ratas pasando veloces por los tendidos eléctricos
de la calle; presencia ridícula entonces: cables muertos, apagados. Me acuerdo de mi abuela diciendo que ya, que está al prender "la chismosa".
De pronto fueron siendo
menos frecuentes. Ya prácticamente no hay. Fue para mí un primer síntoma de
cierta recuperación. Ya los apagones eran un poco del pasado. No los sentía tan
cerca.
Pero mi recuerdo infantil de la ausencia de energía eléctrica –y mátenme, víctimas justificadamente traumadas– no puede ser más feliz: todo el mundo estaba despierto, no estábamos los niños forzados a ir a dormir temprano, cantábamos en el portal, tirados en el piso, jugábamos a los escondidos, y era seguro aunque fuera de noche: todas las familias estaban en los portales, en las aceras… sobre todo recuerdo sentir que estábamos todos en lo mismo, y se sentía bien.
Moisés, un vecino, tenía
una planta, y llevó con ella el televisor Caribe al parquede al frente, para los
que quisieran ver la novela. Creo que ese día tocaba la brasileña.
Ese es también el escenario
de mi recuerdo más bonito de los apagones.Un recuerdo especial, dulce: mi padre
y yo íbamos al parque a coger fresco –unfresco que era casi lo único que rompía
el silencio, aquella multitud de televisores, radios, grabadoras y
refrigeradores mudos, la ausencia de todo lo electrodoméstico de nuestro ruido–.
Allí, además, estaban los
murciélagos, que siempre me llamaron la atención. ¿Cómo se las arreglan estos
bichos en el aire de noche, sin luz? Mi papá me explicó cómo podían volar en la
oscuridad. No creo que haya dicho ecolocalización ni cosa tan
terminológicamente científica. Una versión didáctica para niños, acaso. Pero me
maravilló.
Pocas conversaciones he
disfrutado tanto como las de aquellas noches,en que la exclamación colectiva
cuando llegaba la luz, me provocaba contentura y desencanto a la vez.
Ahora no lo soportaría,
supongo que me estoy poniendo vieja, entiendo los perjuicios, las
implicaciones, soy más consciente; supongo que tengo trabajo que hacer, cosas
que estudiar, que mi sensibilidad y mi espectro se han desarrollado y preciso
ahora de lecturas, de películas célebres y otras cosas que requieren de “luz”...
y aquel placer elemental de refrescarme en un banco y mirar animales que una
vez me parecieron extraordinarios, podría quedardistante, hacerse pequeñito,
olvidado. Pero de noche, si veo murciélagos, si camino por el parque, y sopla
una brisa que en veinte años ha sido igual, y las ramas baten como en aquellas
noches negras, la memoria me sonríe y la evocación es tan fuerte que estoy de pronto en su motivo. Yo aprendí una vez cómo lo hacen, cómo
es que se puede volar en la oscuridad.